Generación tras generación,
toda la humanidad la buscó,
ha sido y es, una constante
del humano en acción.
Es la lucha intestinal
por la felicidad personal,
el miedo a sí mismo,
más aún el miedo al otro
y a lo desconocido.
Miedo que se multiplica
en cada instante que el
individuo se ve obligado a
tomar compromisos personales.
Ello afecta a la libertad
y al bienestar individual.
El gozo de la vida como
individuo social, sin más
lazos que el de la familia,
la amistad y la fraternidad,
nos llevan al compromiso
de la solidaridad, a los
afectos individuales y colectivos
del grupo social, al
que podamos pertenecer.
Ello al tiempo que se es
consciente que la felicidad
es un desiderátum que no
siempre se logra, que el saber
estar y vivir en pareja,
sin duda pasa por estar dispuesto
a perder una parte de la individualidad.
Para ganar otra parte colectiva y,
por cuanto que ello no es un mercado,
en el que la oferta y la demanda
está en función de los propios
intereses del mercado y,
dado que es un vínculo
de doble dirección,
donde la reciprocidad, el respeto
y la dación, sin pedir nada a cambio,
no es algo que se entienda por igual.
No hay que olvidar que
en toda relación,
cualquiera sea su causa y razón,
siempre produce un grado de egoísmo
y desinterés sin reciprocidad.
Algo que a su vez las partes
contratantes nunca deben olvidar,
que tan vinculo es un atípico contrato
en el que se mezclan los afectos,
la razón y la sin razón
cual hace gala el amor.
Como tenemos dicho en algún otro lugar:
“hay razones del corazón
que la razón no puede tamizar”.